Resulta imposible para una superestrella que se encuentre en una
extensa gira mundial mantener el mismo nivel en todas sus presentaciones. Y no se trata tampoco de que los primeros shows sean mejores que los últimos debido a que el artista se encuentra menos cansado al empezar. Puede ocurrir lo contrario, ya que la práctica continua con los músicos y el acondicionamiento a las exigencias del viaje son capaces de dar resultados positivos.
Éste parece ser el caso de Luis Miguel, que el sábado pasado regresó
al Sur de California —cerca de siete meses después de sus más recientes
actuaciones por estos lares— para presentar en el Arrowhead Pond de
Anaheim el mismo show que dio en setiembre de 2005 dentro del Anfiteatro
Gibson, como parte de la larga gira México en la piel.
Resulta particularmente curioso observar cómo un repertorio idéntico
puede adquirir una intensidad distinta en unos cuantos meses, y es
que si en la primera ocasión “El Sol” mantuvo un estilo vocal impecable
pero interpretó los temas con demasiada frialdad, se hace ahora
necesario señalar que las canciones adquirieron en Anaheim un tono
de calidez y de sensibilidad que no se notan siempre en la voz
del ídolo, a pesar del señalado apelativo.
En esta ocasión, Luis Miguel dejó de lado los aires excesivos de
divo para comportarse ante el público con una amabilidad que parecía
totalmente sincera. Visiblemente feliz, el astro se mostró
particularmente comunicativo con la audiencia, aceptando todos los
ramos de flores que se le ofrecían y llegando, inclusive, a jugar
con la muchedumbre al dividirla en zonas para que corearan sus
canciones. Pero ni siquiera en esos momentos tuvo la necesidad de
caer en arengas innecesarias —muy típicas de otros artistas—, ya
que su dominio de escena es tan grande que le bastó con un gesto
o un movimiento de brazos para que el público, que casi llenó el
Arrowhead Pond, lo entendiera y le obedeciera.
Siguiendo con el estilo de toda la gira, el concierto empezó con
canciones inscritas en la escuela pop que caracterizó inicialmente
al artista, escuchándose así piezas como Dame tu amor y Suave; pero
la tendencia musical se dirigió rápidamente hacia composiciones
del pasado, cuya interpretación le ha brindado a Luis Miguel en
los últimos años un creciente nivel de popularidad entre las
señoras, aunque aún lo siguen muchas jovencitas, como lo atestiguó
un público en el que se combinaban generosamente las edades.
Le tocó primero el turno a los boleros que formaron parte de su
serie discográfica Romances. Y aunque el cantante no ha alcanzado
aún el nivel expresivo de un Lucho Gatica —y es probable que no
lo haga nunca, porque su escuela formativa fue otra—, hay que
reconocer que le brindó intensidad y pasión a títulos tan
memorables como Contigo en la distancia, Usted, La barca, El
día que me quieras e Historia de un amor, interpretados con
una instrumentación moderna que incluía guitarra eléctrica y
batería, pero manejados con el respeto que se merecen.
Los temas tradicionales que sí obtuvieran interpretaciones mucho
menos apegadas a sus viejas versiones fueron Nosotros (donde destacó
un solo de saxo) y La última noche, tocados en un ritmo rápido, y
Bésame mucho, cuyos aires rockeros le quitaron ternura y fidelidad
al molde primigenio, pero le dieron en contraparte diversidad a un
segmento del concierto que hubiera resultado demasiado lento sin
estos cambios de velocidad.
La segunda parte de la presentación estuvo dedicada íntegramente a
la música ranchera, un género en el que Luis Miguel incursionó
recientemente a nivel discográfico, gracias a México en la piel
(2004), su más reciente trabajo en estudio.
En este segmento, y con la compañía de un mariachi de 11 elementos
(que pareció recurrir en ocasiones al playback para los coros), el
intérprete le dio en la yema del gusto a sus numerosísimos seguidores
mexicanos, cantando con buen gusto y mucho orgullo canciones como
México en la piel, De qué manera y la excepcional Échame a mí la
culpa.